Era ése el título
de una película con Sidney Pottier que en Venezuela se tradujo como Al Maestro
con Cariño, en la que él era el Maestro, negro, para más señas, y sus rebeldes
estudiantes eran el cariño. Hoy es 15 de enero de 2015 y se celebra aquí el
día del Maestro desde los años 40 del siglo pasado.
En el silencio de
mi taller producto del desperezamiento de fin de año, (sí, aún) asocio la fecha
a los recuerdos de mi primera escuela formal. Era una casa típica del antiguo
centro de Caracas, pero desplazada hacia el norte y con fachada al Ávila.
Puertas dobles y muy altas, ventanas también muy altas y planta muy larga. El
consabido zaguán de entrada paralelo a la primera habitación que, creo
recordar, fungía de oficinas.
Del zaguán, a un espacio que distribuía y conducía
a una serie de habitaciones que ahora eran aulas, y esas primeras, las de los
grados superiores. Ese recorrido nos hacía pasar entre las aulas a la izquierda
y un primer patio interno a la derecha que permitía la ventilación, siempre
natural y directa, de las aulas. Continuando encontraríamos el segundo patio que
debe haber sido el solar del fondo (para mí, el gran solar, como se decía antes),
esta vez a la izquierda y alrededor del cual se sucedían aulas de solo tres
paredes. Eran aulas abiertas al patio por su cuarta pared.
Hoy puedo deducir
que fue ésta la remodelación hecha a la casa original para convertirla en
colegio. Creo recordar tres de esas aulas abiertas al patio y una cuarta ingeniosamente
resuelta con su patio “privado”: era el primer grado. A ese patio salíamos a
ver hacia el cielo para completar la cartelera diaria que luego del día y la
fecha concluía con ”El día está…” y si la respuesta era “bonito” (era la que
más me gustaba) procedía el designado a colocar un solecito que alguna vez
recortamos y armamos con colores.
Allí estuve hasta
tercer grado, por lo que recuerdo las tres primeras aulas del fondo de la casa.
Hasta allí nos acompañó mi madre, mi gran maestra, ella fue a atender
solicitudes celestiales y nos dejó con su hermana y la fortuna de tener, como
los muchachos de hoy, dos madres pero sin la circunstancia del divorcio o de las parejas homoparentales.
Esa escuela se
llamaba Amelia Cocking. Ese nombre que hoy suena a gerundio sajón, fue para mí
siempre un sonido que identificaba mi rutina y mis responsabilidades de niño.
Nunca supe, nunca nos lo dijeron (al menos no lo recuerdo) quién era Amelia
Cocking. Muchos años después, ya de adulto y antes del internet, volvió a mí
ese sonido en el texto de sala de una exposición como la madre de un pintor
venezolano que quedó en mi memoria como Cristóbal Rojas pero que hoy, ya con
internet, descubro que no era él (razón tenía García Márquez cuando hablaba de
la memoria).
En esa escuela
vivía la Directora. Lo descubrí un día
que mamá nos recogió con casi dos horas de retardo y nos encontró almorzando a
mi hermana y a mí en un comedor muy doméstico, con vitrina y cristalería propia
de una vivienda: era la casa de la Directora. Nunca antes ni después tuve
evidencia de la vivienda por alguna interferencia de actividades entre los dos
usos.
Nunca me enamoré
de una maestra (eso me pasó en el liceo) pero recuerdo el nombre de la del
primer grado en el salón de patio propio: Señorita Auristela Pineda.
Describirla no podría pero sí a la hija de la maestra de tercero de quien sí me
enamoré cuando cursamos el segundo grado. Siempre me senté detrás de ella. Lo
más cercano a una relación fue acariciar su usual chaqueta de cuero de ante
desde mi puesto trasero, de lo que, por supuesto, ella nunca se enteró. Hoy no
sabría decir si estaba enamorado de ella o de la suavidad de su chaqueta. Jamás
había tocado semejante textura en ropa de diario.
De mis maestros,
que fueron muchos ya que por la circunstancia de “las dos madres” entre cuarto
y sexto grado recorrí cinco escuelas diferentes, recuerdo desde la que fumaba
en el aula de quinto grado hasta la de cuarto a quien veía religiosamente en
sus clases por televisión por lo que cuando preguntaba quién la había visto,
orgulloso levantaba mi mano para su complacencia y la antipatía de mis
compañeros. También en tercero de bachillerato el profesor de matemáticas daba
clases en televisión. Por esas clases televisivas pude superar esa materia y
sus sistemas de ecuaciones, solo que ahora no hacía público mi soporte
televisivo.
En esa nostálgica
renovación de fe que nos asalta a cierta edad, visité hace unos años la cuadra
de esa primera escuela. Ya no está. La que sí sobrevive es la escuela
usurpadora que algún día apareció como vecina nuestra, pared con pared, y que
hoy luce nuevas y ampliadas instalaciones que se extienden hasta le esquina de
la cuadra. La estrecha calle es hoy la ensanchada avenida Panteón. La vista al
Ávila está interrumpida por altos edificios en la acera de enfrente. La brisa
fresca y a veces fría de la falda del cerro no la han podido detener y se
mantiene como para obligar a usar chaqueta de ante a diario a alguna niña linda de
segundo de primaria.
Desde “To Sir With Love” soy fan de las
películas y series que cuentan historias de maestros y estudiantes. Si algo
importante creo haber hecho en mi vida,
fue atender durante casi veinte años a más de 50 jóvenes por año que comenzaban
sus carreras profesionales… fue una pasión: la transmisión de conocimientos y
el verlos crecer.
Gracias a mis
maestros de todos los tiempos y a Luisa, esa madre que en siete años me lo enseñó todo
y me entregó sus herramientas antes de partir.
Gracias, muchas
gracias.
Nicolás Baselice Wierman.
Caracas, enero
2015