
En el silencio de
mi taller producto del desperezamiento de fin de año, (sí, aún) asocio la fecha
a los recuerdos de mi primera escuela formal. Era una casa típica del antiguo
centro de Caracas, pero desplazada hacia el norte y con fachada al Ávila.
Puertas dobles y muy altas, ventanas también muy altas y planta muy larga. El
consabido zaguán de entrada paralelo a la primera habitación que, creo
recordar, fungía de oficinas.

Hoy puedo deducir
que fue ésta la remodelación hecha a la casa original para convertirla en
colegio. Creo recordar tres de esas aulas abiertas al patio y una cuarta ingeniosamente
resuelta con su patio “privado”: era el primer grado. A ese patio salíamos a
ver hacia el cielo para completar la cartelera diaria que luego del día y la
fecha concluía con ”El día está…” y si la respuesta era “bonito” (era la que
más me gustaba) procedía el designado a colocar un solecito que alguna vez
recortamos y armamos con colores.
Allí estuve hasta
tercer grado, por lo que recuerdo las tres primeras aulas del fondo de la casa.
Hasta allí nos acompañó mi madre, mi gran maestra, ella fue a atender
solicitudes celestiales y nos dejó con su hermana y la fortuna de tener, como
los muchachos de hoy, dos madres pero sin la circunstancia del divorcio o de las parejas homoparentales.
Esa escuela se
llamaba Amelia Cocking. Ese nombre que hoy suena a gerundio sajón, fue para mí
siempre un sonido que identificaba mi rutina y mis responsabilidades de niño.
Nunca supe, nunca nos lo dijeron (al menos no lo recuerdo) quién era Amelia
Cocking. Muchos años después, ya de adulto y antes del internet, volvió a mí
ese sonido en el texto de sala de una exposición como la madre de un pintor
venezolano que quedó en mi memoria como Cristóbal Rojas pero que hoy, ya con
internet, descubro que no era él (razón tenía García Márquez cuando hablaba de
la memoria).


De mis maestros,
que fueron muchos ya que por la circunstancia de “las dos madres” entre cuarto
y sexto grado recorrí cinco escuelas diferentes, recuerdo desde la que fumaba
en el aula de quinto grado hasta la de cuarto a quien veía religiosamente en
sus clases por televisión por lo que cuando preguntaba quién la había visto,
orgulloso levantaba mi mano para su complacencia y la antipatía de mis
compañeros. También en tercero de bachillerato el profesor de matemáticas daba
clases en televisión. Por esas clases televisivas pude superar esa materia y
sus sistemas de ecuaciones, solo que ahora no hacía público mi soporte
televisivo.


Gracias a mis
maestros de todos los tiempos y a Luisa, esa madre que en siete años me lo enseñó todo
y me entregó sus herramientas antes de partir.
Gracias, muchas
gracias.
Nicolás Baselice Wierman.
Caracas, enero
2015
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