Anoche me topé en el metro con una niña de unos 20 años,
bella, como se es a esa edad, por obligación. Iba ella con audífonos Ipod,
teléfono inteligente, pantalones muy cortos para dejar constancia de que ella
está consciente de la calidad de las piernas que la sostienen. Colgaba de su
hombro un bolso del que salía medio cuerpo de un perro de pelos cenizos con
algunos adornos en la cabeza y, que a vuelo de ojo, debe gastar más en
peluquería que su dueña. Entró, decidió viajar de pie y como ruleta en día de
suerte, decidió hacerlo justo a mi lado, con el bolso ¿viendo hacia dónde?... hacia
mí.
Yo leía y en cada arrancada del tren el perro pendulaba en
su bolso, y yo lo calculaba para darle con las 250 páginas de mi libro si pasaba
la línea que yo había trazado en la virtualidad que nos separaba. Ella debió haber notado mis intenciones y
desagrado desde su ensayada indiferencia porque como si estuviera viendo la
línea, protegía al animalito de la potencial contundencia literaria.
Seguramente, se veía a sí misma como la estereotipada
neoyorkina que pasea su perrito de la manera más exótica que puede Manhatan
abajo. Finalmente se bajó en una de las estaciones que, desde mi prejuicio, la
acreditan de todo lo dicho.
Estoy seguro de que de ser un día laborable (era sábado) y
ella estuviera vestidita para su jornada y coincidiera en el vagón con algún
sujeto con vallenato en su celular a todo volumen o comiéndose una empanadita
frita (que los he visto), diría cosas como “este mono balurdo” (así como negro palurdo
en otros castellanos) o “asqueroso” al de la empanadita. Jamás se reconocería
como igual a ellos, que lo es, ni como habitantes del mismo espacio que los
nivela, el de la infracción contra la convivencia.
Ya domingo en la mañana voy a buscar los periódicos. Vivo en el último piso de un edificio de 17.
Cuatro apartamentos por planta. Al salir siento el crackear de lo que constato
como pequeños fragmentos de vidrio por los restos más grandes esparcidos por
todas partes. Al mismo tiempo mis zapatos registran una atracción extra a la de
la gravedad. El contraluz de la mañana
dibuja en el piso para mí el contorno, amplio por cierto, de la causa. Temprano
debió ser líquido pero ya a esta hora había trocado en mancha gruesa y pastosa
de textura propia. Todo esto custodiado por una lata de cerveza vacía pero
firme y arrinconada como torre de ajedrez.
¿Qué pasó?. Especulemos… dos bebidosbebiendo, uno deja caer su trago, el otro apura su cerveza,
la coloca con cuidado en el piso donde, como buen borracho, cree que no se
nota. Medio arriman un poco los vidrios rotos, llega el ascensor, esquivan el
charco como pueden, abordan la cabina y abandonan la “escena del crimen”.
Sólo cuatro apartamentos por planta y siendo el último piso,
nadie sube hasta allí a menos que venga a alguna de nuestras casas. Yo estuve
solo este fin de semana, quedan tres sospechosos. Si el mundo fuera como dice
el lugar común, un pañuelito, diría que fueron la niña del perro en el tren y
sus invitados.
Por lo pronto decidí
limpiar el pegoste y recoger los vidrios. Llamé a la puerta de mis vecinos, les
conté lo que estaba haciendo y lo que había encontrado, sin reclamos ni
acusaciones. Cada uno sabrá qué hacer con la información.
Si la solución les parece muy civilizada y tolerante les
diré que el primer impulso fue de "perro loco en Manhattan", romper otros envases de vidrio y regarlos de
miel por todo el pasillo exacerbando la anarquía.
No sé si me explico.
Ilustarción de Ralph Steadman de perros locos en Manhattan
*Para la psicología y la sociología, la anomia es un estado que surge cuando las reglas sociales se han degradado o directamente se han eliminado y ya no son respetadas por los integrantes de una comunidad.