Me pregunto cuál
es el acto de alquimia gramatical que permite convertir un sustantivo por un
verbo en infinitivo.
Mi nieta, que
apenas tiene cinco años, mantiene una agenda que me luce apretadísima para su
corta edad: se la pasa entre un compartir
y otro.
-¿Cómo que un
compartir? ¿Qué es eso? Le pregunto a su madre.
-Bueno, se reúnen
en algún sitio y juegan, bailan… en fin, comparten. Aclara ella con la
naturalidad equivalente a mi descubrimiento.
-Ah, una fiesta,
una reunioncita… o sea que van a compartir un rato. Explico para mí.
-Sí, claro. (Esta
vez sonó a “Claro idiota”)
Presumo que la
palabra original que dio pie a la expresión “vamos a un compartir” es departir.
Solíamos decir: Veámonos para departir un rato. Eso equivalía a vamos a
encontrarnos y pasemos un rato conversando. Sería como el clásico “a ver si nos
tomamos un café” que es igual a “nos reunimos y compartimos un café mientras
departimos”.
Entiendo la
lengua como un organismo vivo en plena evolución y crecimiento, pero no puedo
dejar de sentir cierto escozor cuando se les va torciendo el cuello a palabras
de exacto significado para sustituirlas por otras que suenan de forma parecida.
Es el caso de asumir y presumir, por ejemplo.
A mi entender,
decir “Vamos a un compartir” es como ir a una lectura dramatizada y anunciar
“Voy a un leer”, o participar en un conversatorio y declarar “qué bueno estuvo
ese conversar”.
Por lo tanto, no
es que el habla popular no pueda generar términos y formas nuevas, sino que por
el contrario, ha dado muestras de mantener la lógica del idioma que al final es
un código de comunicación, y código sin reglas no es código, es decir, no habría
comunicación.
Una expresión tan
nuestra como: “muy buena está la conversa, pero me tengo que ir” cambia la
palabra conversación por el apócope conversa pero mantiene su condición de
sustantivo. Muy bien. Aun el haiga,
tan denostado, mantiene la lógica de conjugación, solo que la perversión de
nuestras lenguas romances de pronto meten unos verbos inconjugables a primera vista,
que estoy seguro de que están allí para los exámenes de alto nivel de personas
que las estudian como segunda lengua.
El escritor
debería conocer todas las maneras coloquiales del idioma, barbarismos incluidos,
porque podrían convertirse en voces de sus personajes. Lo que no debería
permitirse es su utilización cotidiana y, mucho menos en ensayos y textos con
voz propia. En fin, que debería cuidar su principal herramienta de trabajo y
materia prima: el idioma.
De tal manera que
sí, nos seguimos entendiendo.
La pregunta es
¿Hasta cuándo?