Se conocieron en su juventud, que no era la de él y desde su experiencia, que no era la de ella. Se admiraron desde ese día. Ella, porque lo creía inteligente. Él, porque sabía que ella lo era. Fueron descubriéndose y constatándose. Él se confirmó en ella. Ella se feflejó en él... y continuaron sus caminos.
En el tiempo se pensaban sin fijaciones, sin obsesiones, sin ansiedades, sin fantasias... Se engañaban.
Quiso el infinito (lo dicta la geometría) que esas líneas paralelas convergieran. Pero de mucho pensarse, ahora se sabían y por ello se temían.
Por instinto se atrevieron y se perdieron el miedo. Así, él entró arrasando en ella que quería que la huracanizara y como él quería ser colonizado, ella lo invadió sin piedad en toda su geografía.
Siguieron sus vidas. Él, en la creencia del jamás. Ella, en la certeza del tal vez.
Pasó el tiempo y el mundo creció haciéndose pequeño y coincidieron en una malla, un tejido, una red, que eran todo ella... estaban en su terreno.
Era otra la dimensión. En esa, no sabían cuánto se sabían y el temor se mantenía.
No obstante se exploraron, se leyeron, se descubrieron auténticos. Sabían que eran mejores, que se merecían, que se pertenecían. Que la nostalgia trocaba en promesa de futuro. Que el amor estaba intacto.
Era cuestión de perderse el miedo...
y no se atrevieron.
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