Mismo andén, diferentes puertas. Coincidieron en un vagón
del subterráneo. Sucedía usualmente aunque con poca frecuencia para el gusto de
él. Ella, como siempre, con cara de agradada por la sorpresa a juzgar por su
sonrisa perfecta y en contrapicado con la que invadía, inexorablemente, de
abajo hacia arriba.
Era jueves pero la “sensación térmica” era de martes en
virtud de un absurdo decreto de feriado que hizo del miércoles anterior un “como lunes”. Él no se sentaba nunca
mientras viajaba, era su forma de conservar su cortesía aprendida para con las
damas. Ahora ese gesto podría ofender. Eran tiempos de feminazzismo. Ella
viajaba sentada siempre que hubiera oportunidad. Así que iban, él de pie, ella
sentada y hablaban como en una cápsula en medio de aquel ruido natural del
ambiente cerrado. Realmente se leían los labios.
Desde que se conocieron, ya casi veinte años, sintieron una
conexión de la que nunca hablaron. De lo que sí hablaron era de política, de lo
paranormal, de sus planes, algunas frustraciones, así como de alegrías y
orgullos. Allí en el orgullo aparecían los hijos y entre los hijos las
consentidas, esas mujercitas maravillosas que adornan nuestras vidas y llenan de
historia nuestros futuros. Él llamaba a la suya de una manera muy cursi, - al
decir de los envidiosos – solía decir. Ella llamaba a la suya con una cacofonía
que tartamudeaba una sílaba de su nombre.
En veinte años eran muchos los episodios intercambiados
acerca de ellas. Ambos sentían (imaginaban) que habían visto crecer a la del
otro. Él asociaba su primer deseo de tener una hija con cierto suceso en el
subterráneo, el mismo en el que viajaba ese día. Coincidía en eso con ella que
alguna vez le comentó que había descubierto su embarazo al abrir el sobre que
lo certificaba durante un viaje en ese tren. Bromeaban, él le decía, allí me
embaracé. Ella le respondía, así supe que te preñé.
En veinte años, no solo los muchachos crecen, las sociedades
evolucionan o involucionan. Así llegaron los tiempos de la emigración y ahora,
como ese día, hablaban de las distancias. Ahora se leían los labios pero
también los ojos. El dolor por la circunstancia y el pudor por la lágrima
pública impedía los detalles de esas distancias obligadas. Ambas estaban en el
sur hacía casi el mismo tiempo, les iba bien… hasta allí los detalles. Era el
límite del llanto.
Al filo de las 17 horas de ese jueves “casi martes”, el vagón se fue a negro. Un extraño silencio ronco que
murmuraba en baja frecuencia los rodeó y así mismo, una sensación corpórea que
nunca supieron si fue mental o física, pero que los hizo sentir como ingrávidos
aunque sin despegarse del piso él, ni de su asiento ella.
No sabrían decir si fue de inmediato o no, pero a la vuelta
de las luces ya habían recobrado la sensación
de la gravedad que da tanta
seguridad.
extraño acento
sureño. Era su destino, salieron con cierto desconcierto pero a prisa. Se
cerraron las puertas y se encontraron en un andén solitario –El salto de
energía- pensaron.Pasaron los torniquetes pero tuvieron que salir por una puerta que bien podría ser de emergencia –El salto de energía- reiteraron…
Atravesaron esa puerta y encontraron muchas mesas, muchas
personas comían cosas ligeras. Se miraron con desasosiego. No entendían nada.
Su mayor sorpresa: Allí estaba la niña del apelativo cursi y la niña de la
sílaba tartamudeada, con los brazos extendidos, la felicidad en el rostro y los
labios listos para derramar besos… era
una sola, era la misma, era de ambos, eran sus padres y estaban en Buenos Aires…
Era el día del gran apagón de Caracas en marzo de 2019. Un
salto en la Matrix.
Y decidieron no regresar nunca más.
Nicolás Baselice Wierman.