lunes, 28 de enero de 2019

Un amor eterno.

Él cortaba. Ella cosía. Ya eran complementarios. Pero tuvieron que pasar otras cosas para que se encontraran.
Me gusta pensar que el estallido de la segunda guerra mundial impidió al padre de él, zarpar a su Italia natal, con su esposa de la tribu Guanire del oriente venezolano y sus diez muchachos de los que, él, Héctor, era el menor.
Interrumpido el itinerario Anzoátegui, Caracas, La Guaira, Italia, la vuelta atrás no era una opción. Esperaban que el conflicto fuera temporal. Pero no, se hizo tiempo y se hizo historia.
Así, esperaron en Caracas... y fue para siempre.
Desde siempre y en Caracas estaba ella. De familia muy caraqueña y ascendencia alemana un tanto lejana.

Lo dicho, ella cosía y él, hijo de sastre, cortaba. Hechos el uno para el otro. Con intereses comunes, jóvenes y bellos, como obliga la edad, se conocieron en la sastrería donde prestaban sus artes. Él en planta. Ella, itinerante, entregaba allí sus labores.
Él supo su nombre y fantaseaba, en plan seductor:

-Oí que te llamas Luisa
- Así es. Luisa Teresa -respondía-
- Me gusta mucho. Es un nombre con carácter, con personalidad. Habla muy bien de quien lo     lleve. Lo digo por  el "Luisa".
- No le veo nada de especial. Es solo un nombre.
- Que te lo digo yo que lo sé por experiencia -ripostó-
- ¿Y tú quién eres?
- Encantado de conocerte Luisa. Soy tu versión varón, mi nombre es Luis... Héctor Luis.
   Y se sintió como unos años después lo harían todos los James Bond al presentarse. 
Todo un pionero pues.














Él solía contar que al verla por primera vez dijo, "Es con ella que me voy a casar". Ella aún no lo sabía. De haberlo sabido le habría dicho: "Sí, frase hecha. Ayer la escuché en el cine". Porque así era ella, rápida de respuestas y referencias.

Pero no fue ficción de cine. De hecho parece que una de las respuestas rápidas de ella fue " Si, acepto".
Y en tiempos de guerra, siempre la guerra. Si la segunda mundial los había juntado dos veces: a su inicio en la ciudad y a su término en la sastrería, otra, la Árabe-Israelí, coincidía con su cita en el altar. Se casaron en 1948 y seguramente, como siempre pasa, allí se juraron amor "hasta que la muerte nos separe".


 Los conocí unos años después. Recuerdo que fue en 1952. Aunque habíamos coincidido en los carnavales de ese año, fue en noviembre cuando caímos en cuenta real de nuestra coincidencia. Para esa fecha ya tenían su primer hijo de cuatro. Era una bebita de poco más de un año.

Su vida no era cómoda. La economía no generaba mayores solvencias. Pero se amaban a no dudarlo. Reían juntos, conversaban de política y se complementaban en las tareas del hogar. La salud de Luisa no fue solidaria con esa particular felicidad. Desde el primer alumbramiento su vida no fue la misma. Dependía de medicamentos constantes pero nunca perdió su buen humor ni su agilidad mental que volcaba en el trabajo escolar diario de sus hijos.

Héctor asumía la cocina como un deber y dejaba todo preparado para aliviar las cargas de la cotidianidad a Luisa. Salía en las mañanas a su sastrería, regresaba en la noche, los sábados iba al mercado y pasaban juntos el fin de semana, casi siempre solos. Se desentendían de los muchachitos dejándolos con su abuela y su tía... y ellas encantadas.
Se quisieron con inteligencia dándose la oportunidad de amarse.
Cinco meses después de tener su cuarto hijo, una niña, la salud traicionó de súbito su cuerpo y ahora sin piedad. La muerte hizo que Luisa cumpliera aquel juramento en el altar. Tenía apenas 35 años.

Acompañé a Héctor en ese trance y puedo dar fe de que la única vez en mi vida que lo vi con lágrimas en los ojos, fue al pie de la tumba de su mujer.
Construyó una metáfora sencilla pero contundente para describir su vida a partir de su vacío sin dar mayores detalles: "Todo pasó del color al blanco y negro"
La precariedad económica fue una constante en su vida. No obstante, se mantuvo siempre al lado de sus hijos.
Su otra constante fue la fidelidad del amor por Luisa.
Como buen ateo que era, y muy molesto con ese Dios que, según todos decían, "había llamado a Luisa  a su reino" rompió su juramento y para ponerse por encima de Él, entonces le juró su amor, ahora, "Aunque la muerte nos separe".

La sobrevivió casi sesenta años. Jamás llenó ese espacio con ningún otro amor. Ni siquiera físicamente. Vivió para sus hijos, su oficio de sastre, su cocina, sus amigos y cada vez que podía, en una franja de arena entre mar y río que le daba tanto sosiego que estoy seguro de que secretamente lo hacía creer en Dios. Allí quedaron sus cenizas.

La sobrevivió todos esos años para honrar su juramento de amor por encima de la muerte. Un amor que, a mis casi setenta años, es el más eterno que he conocido.

Lo sé, porque Héctor y Luisa fueron mis padres y yo su segundo hijo.




Nicolás Baselice Wierman.
@nbaselice en twitter
Instagram @nbaselice
Enero 2019.

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