Él cortaba. Ella cosía. Ya eran complementarios. Pero
tuvieron que pasar otras cosas para que se encontraran.
Me gusta pensar que el estallido de la segunda guerra
mundial impidió al padre de él, zarpar a su Italia natal, con su esposa de la
tribu Guanire del oriente venezolano y sus diez muchachos de los que, él,
Héctor, era el menor.
Interrumpido el itinerario Anzoátegui, Caracas, La Guaira,
Italia, la vuelta atrás no era una opción. Esperaban que el conflicto fuera
temporal. Pero no, se hizo tiempo y se hizo historia.
Así, esperaron en Caracas... y fue para siempre.
Desde siempre y en Caracas estaba ella. De familia muy
caraqueña y ascendencia alemana un tanto lejana.
Lo dicho, ella cosía y él, hijo de sastre, cortaba. Hechos
el uno para el otro. Con intereses comunes, jóvenes y bellos, como obliga la
edad, se conocieron en la sastrería donde prestaban sus artes. Él en planta.
Ella, itinerante, entregaba allí sus labores.
Él supo su nombre y fantaseaba, en plan seductor:
-Oí que te llamas Luisa
- Así es. Luisa Teresa -respondía-
- Me gusta mucho. Es un nombre con carácter, con
personalidad. Habla muy bien de quien lo lleve. Lo digo por el "Luisa".
- No le veo nada de especial. Es solo un nombre.
- Que te lo digo yo que lo sé por experiencia -ripostó-
- ¿Y tú quién eres?
- Encantado de conocerte Luisa. Soy tu versión varón, mi
nombre es Luis... Héctor Luis.
Y se sintió como unos años después lo harían todos los James
Bond al presentarse.
Todo un pionero pues.
Él solía contar que al verla por primera vez dijo, "Es
con ella que me voy a casar". Ella aún no lo sabía. De haberlo sabido le
habría dicho: "Sí, frase hecha. Ayer la escuché en el cine". Porque así
era ella, rápida de respuestas y referencias.
Pero no fue ficción de cine. De hecho parece que una de las
respuestas rápidas de ella fue " Si, acepto".
Y en tiempos de guerra, siempre la guerra. Si la segunda mundial
los había juntado dos veces: a su inicio en la ciudad y a su término en la
sastrería, otra, la Árabe-Israelí, coincidía con su cita en el altar. Se
casaron en 1948 y seguramente, como siempre pasa, allí se juraron amor "hasta
que la muerte nos separe".
Su vida no era cómoda. La economía no generaba mayores
solvencias. Pero se amaban a no dudarlo. Reían juntos, conversaban de política
y se complementaban en las tareas del hogar. La salud de Luisa no fue solidaria
con esa particular felicidad. Desde el primer alumbramiento su vida no fue la
misma. Dependía de medicamentos constantes pero nunca perdió su buen humor ni
su agilidad mental que volcaba en el trabajo escolar diario de sus hijos.
Héctor asumía la cocina como un deber y dejaba todo
preparado para aliviar las cargas de la cotidianidad a Luisa. Salía en las
mañanas a su sastrería, regresaba en la noche, los sábados iba al mercado y
pasaban juntos el fin de semana, casi siempre solos. Se desentendían de los
muchachitos dejándolos con su abuela y su tía... y ellas encantadas.
Se quisieron con inteligencia dándose la oportunidad de
amarse.
Cinco meses después de tener su cuarto hijo, una niña, la
salud traicionó de súbito su cuerpo y ahora sin piedad. La muerte hizo que
Luisa cumpliera aquel juramento en el altar. Tenía apenas 35 años.
Acompañé a Héctor en ese trance y puedo dar fe de que la
única vez en mi vida que lo vi con lágrimas en los ojos, fue al pie de la tumba
de su mujer.
Construyó una metáfora sencilla pero contundente para
describir su vida a partir de su vacío sin dar mayores detalles: "Todo pasó
del color al blanco y negro"
La precariedad económica fue una constante en su vida. No
obstante, se mantuvo siempre al lado de sus hijos.
Su otra constante fue la fidelidad del amor por Luisa.
Como buen ateo que era, y muy molesto con ese Dios que,
según todos decían, "había llamado a Luisa
a su reino" rompió su juramento y para ponerse por encima de Él,
entonces le juró su amor, ahora, "Aunque la muerte nos separe".
La sobrevivió casi sesenta años. Jamás llenó ese espacio con
ningún otro amor. Ni siquiera físicamente. Vivió para sus hijos, su oficio de
sastre, su cocina, sus amigos y cada vez que podía, en una franja de arena
entre mar y río que le daba tanto sosiego que estoy seguro de que secretamente
lo hacía creer en Dios. Allí quedaron sus cenizas.
La sobrevivió todos esos años para honrar su juramento de
amor por encima de la muerte. Un amor que, a mis casi setenta años, es el más
eterno que he conocido.
Lo sé, porque Héctor y Luisa fueron mis padres y yo su
segundo hijo.
Nicolás Baselice Wierman.
Enero 2019.