
Hacía muy poco tiempo, Nieves se había ido llenando de
yernos y una que otra nuera, éstas de alta rotación por cierto. No le fue
difícil, eran cinco niñas, todas bellas y un varón bastante sinvergüenza,
virtudes ambas que la enorgullecía. Fue en esa época, cuando aún rondábamos los
veinte años, algunos por arriba, otros por debajo, el tiempo en el que nos
hicimos irresponsablemente prolíficos, cuando Nieves empezó a oficiar como la
Mamá Grande de toda esa tribu.
Creo que eran los tempranos años sesenta cuando Nieves, que
era La Maestra de su pueblo, provincia en la provincia, se viene a Caracas en
busca de esa educación que quería para sus hijos y que sabía que allá no
conseguiría. En el barrio al que llegó todavía existían las casas de vecindad y
las de grandes patios de paredes de adobes de barro. En ambas vivió y en todas
fue feliz… podría asegurarlo.

Me gusta pensar que lo que hoy llaman responsabilidad social
se inventó para ponerle nombre a eso que Nieves hizo, no como actos generosos
(que lo eran), sino como una obligación moral de vida ante sus pares,
familiares o no, que no habían tenido la oportunidad que ella construyó para
sus hijos.
Fue así como no dejó que aquella comuna se vaciara por completo y la
realimentaba trayendo de aquella provincia a sobrinos, ahijados, hermanas, en
fin… para que se formasen en algún oficio o profesión o para que por lo menos
vieran que el mundo tenía otros modos, otras formas, otros límites. No todos
resultaron como a ella le hubiera gustado, pero todos hoy lo reconocen y
agradecen… no tienen escapatoria.

En lo particular, estoy en deuda y juego con ventaja. Esta existencia me regaló en
sobredosis un trío de madres:
Luisa que me parió, Graciella que me crió y Nieves que
me creció.
Doña Nieves, gracias por tanto.
Nicolás Baselice Wierman.
Caracas, marzo 2017.