Aún era
joven el año 2009. Pocos meses antes habíamos despedido a papá dejando ir sus
cenizas en un riachuelo que desemboca en la costa de Chichiriviche en Vargas
donde él, desde su ateísmo, presumía que estaba la tierra prometida, cuando una
noche inesperadamente recibí una llamada del menor de mis hijos con el saludo
“estamos embarazados”.
Todavía hoy
me jacto de haberme enterado primero que su madre. Jactancia tonta en el
entendido de que la primera llamada fue a ella sólo que la comunicación no fue
posible.
La voz de mi
hijo sonaba, indiscutiblemente, emocionada pero si me tocara afinar la
calificación, aún hoy no sabría decir si era una emoción por susto, alegría o
contrariedad. Estrenándome en esas lides del abuelismo hice mi mejor esfuerzo
con un discurso, que la verdad sea dicha, no había ensayado jamás. Al final de
la conversación noté que la emoción original de mi hijo había tomado un cauce
más sosegado y me di por satisfecho.
Esa noche me
sentí un poco más papá. Creí haberle sido útil en la asimilación de su nueva
condición y responsabilidad. Pero tengo que ser franco, no me sentía abuelo.
Para ello no sólo habría que tener un nieto sino además relacionarse con él.
Nunca he creído en la fraternidad automática ni posible que se pueda querer a una
persona con la que no se mantiene relación y allí incluyo hermanos, hijos y,
con más razón, a los nietos.
Llegaba el
día del alumbramiento y como iba a suceder en un sitio geográficamente distante
de donde vive la mayoría de la familia, hubo una logística de desplazamiento
con días de antelación y mucho ruido. Si mi familia estuviera a cargo del Alto
Gobierno el país hubiera quedado totalmente paralizado durante ese tiempo.
Todos estuvieron fuera de sus casas por casi dos semanas.
Particularmente
planifiqué mi viaje de manera muy individual, a mi aire. Sin anticipaciones
hiperbólicas. Pensaba en mis amigos contemporáneos que ya se habían convertido
en abuelos para no hablar de algunos mayores que eran hasta bisabuelos. No me
imaginaba regresar a Caracas a competir con ellos en las exageraciones de que
el nieto a las dos horas de nacido atendía por su nombre, que se reía cuando le
decía cosas, que es inteligentísimo, que casi saca cuentas y otros chochismos. Muchacho recién nacido
raramente es bonito y que ya de inmediato se parezca a alguien, ese alguien no
sería muy agraciado. Pero esas cosas son las que se oyen en las maternidades.
Sentía una
necesidad imperiosa de estar presente en ese momento pero en mi condición de
padre del padre y así lo hice saber. Sí, quería estar con mi muchacho allí,
abrazarlo en el momento que él lo requiriera y llorar en su hombro en el
momento en que yo lo necesitase. No me sentía abuelo, pero ver a mi hijo
hacerse padre me llenaba de una emoción que era de estreno.
Y llegó el
momento, nació Nicole Isabella. En
el pasillo coincidimos los dos padres y tal como estaba previsto él necesitaba
un abrazo y yo necesitaba llorar por lo que terminamos abrazados y llorados por
varios minutos. Era el pico de la emoción, la explosión de la ansiedad, la certidumbre
del milagro. Fue lindo, toda la familia por ambos lados, muy escandalosas por
cierto, convirtieron aquellos pasillos en el émulo de una celebración de año
nuevo, tanto así que seguridad de la clínica pidió orden y la bulla se trasladó
compacta a la habitación a donde la parturienta, afortunadamente, aún no había
llegado.
Me mantuve
de bajo perfil y un tanto apartado en la sala de espera, en realidad, tratando
de poner en orden las emociones, cosa difícil porque al ser muchas de ellas
desconocidas ni el orden alfabético era posible.
La nueva
madre fue llevada a la habitación lo que no hizo que la bulla importada de todo
el país aminorara. Al cabo de una hora, posiblemente, mi hijo me buscó y me
dijo que habían traido a la niña, que pasara a verla y así lo hice. Al
acercarme a la cuna sentí que todo se hacía silencio, ella, estoy seguro,
percibía lo mismo. Sólo eso podría explicar su placidez dentro de tantos
hablares de diferentes acentos e intensidades. Cero sonido, todo color, los
blancos que la envolvían y el rosado de su piel, de un tono que en ese momento
podría jurar que nunca había visto y acto seguido me incliné a gradecer a su madre
por el prodigio de esa vida diciéndole “es de un rosado que habrá que agregarlo
a la paleta porque no existe”
De tal
manera que unos días después regresé a Caracas con el deseo de que todos me
preguntaran que qué tal, que cómo estuvo todo, que cómo es la niña, para yo
entonces hacer gala de mi objetividad profesional y responder por encima del
hombro: